martes, 23 de noviembre de 2010

Lazos

Caminaban de la mano por el sendero que conducía a su casa. El sol se ponía en el horizonte, pero ella caminaba mirando sus pies, y los de él. De vez en cuando cerraba los ojos. Intentaba sentir su presencia una vez más. Quería sentirle sólo a él, ni cielo, ni bosque, ni luz, ni aves construyendo nidos. Sólo a él.
Intentaba memorizar por siempre su alma, el tacto de su mano y la ternura con que la agarraba. Llevaban un rato en silencio, él tampoco hablaba. Ella no quería pensar en qué pensaba. Sólo quería sentirle.
Llegaron a la valla que da entrada a su jardín. Las rosas resplandecían con destellos anaranjados por la luz de un sol que poco a poco iba cediendo su puesto a la noche. Él se volvió hacia ella, y sus miradas se encontraron. Vio el brillo de unos ojos que intentaban observar su alma. Vio el amor por un instante pasar a través de sus pupilas.
Entonces, él habló:
-        Vente conmigo.
Ella guardó silencio y volvió a mirar sus pies, ahora enfrentados. "Guardar. Memorizar momentos para poder recordar"
-        Vente conmigo, nada te ata aquí, ¿no quieres intentarlo? ¿no crees que ya es hora?
Sus sombras alargadas se recortaban en el suelo para solaparse al final dando lugar a una extraña figura. Extraña. Como aquella relación.
Él cogió suavemente su barbilla y elevó su cara hasta volver a encontrar su mirada.
-        Adiós, mi amor, escríbeme, cuéntame qué tal se vive al otro lado del océano.
Él se llevó las manos al pecho en un intento de protegerse de las palabras de ella que, como puñales, se habían ido clavando, una puñalada por palabra
-        ¿Por qué no vienes? ¿Por qué? ¿Qué tengo que hacer?
Ella intentaba memorizar el tono desesperado de su voz.
-        Porque es demasiado amor, demasiado dolor. – contestó. Le dio un beso en la mejilla y se dispuso a entrar en el jardín, se volvió hacia él y cerró la valla -  escríbeme, espero que todo vaya muy bien-
Él la miró alejarse. Se puso su sombrero y cambiando el bastón de mano, emprendió el camino de regreso, con pasos que arrastraban tantos recuerdos que ya apenas podían con ellos. Al día siguiente zarparía sabiendo que este viaje no tendría ya pasaje de vuelta.
Ella entro en la casa y cerró la puerta. Se sentó en la mesa de la cocina y comenzó a llorar. Cubrió su rostro con sus manos huesudas, desgastadas de tanto trabajar, mientras las lágrimas iban llenando los surcos de unas arrugas que podrían contar miles de historias de toda una vida, pero que jamás escribirían el epílogo de un amor tan grande que si lo tocaba, la llenaría hasta que nada más importase, hasta que nada de lo que fue cupiese en ella. Ella quería seguir teniendo su vida, sus recuerdos, sus manías, sus alegrías y sus penas. Demasiada vida vivida para olvidarla ahora. Simplemente, no quería dejar de existir. No sabía que la verdadera existencia, empieza precisamente ahí, cuando te disuelves en algo mucho más grande que tú.

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